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Universidad Nacional de Colombia

El testimonio: la figura que desquicia a la interpretación hegemónica

Semblanza

Actual estudiante de pregrado en Filosofía de la Universidad Nacional de Colombia. Cuenta con un curso de taller de escritura: “narrativas auto reflexivas, una escritura de lo cotidiano” de la Universidad Javeriana y un diplomado Internacional Virtual en Escritura de Guion en la Escuela Nacional de Cine. Sus intereses se centran en la estética y la filosofía política contemporánea abordando temas como la relación entre el cine, la literatura y la filosofía, y problemas que giran alrededor de los procesos de justicia transicional.

Resumen

En la pandemia leí Desterrados de Alfredo Molano, un compendio de siete crónicas de campesinos que fueron desplazados de sus tierras por los paramilitares. Recuerdo que cada una, a su manera, me conmovió el alma. En el colegio nos hablaron sobre el conflicto armado, pero solo nos mostraron hechos, cifras y fechas; nunca tuvimos otro acercamiento. Por eso cuando leí los testimonios que presentó Molano me fue imposible no sentirme sacudida. Recordar esto en las clases sobre La bestia y el soberano de Derrida despertó en mí una duda: ¿puede el testimonio desestabilizar y desarmar, hasta cierto punto, la interpretación hegemónica? Esta interpretación pretende, entre otras cosas, montar una narrativa que produzca y reproduzca las lógicas en las que se desenvuelve, ocultando y reprimiendo otros relatos. De acuerdo con Derrida (2010), decide qué puede ser posible y qué imposible. Es un gigantesco “yo puedo”, una potencia, una omnipotencia que pretende ser la última coca-cola del desierto, que consigue toda la utilería y actores necesarios para organizar el espectáculo que la va a sostener. Masacres, magnicidios, asesinatos en vivo, entrevistas a miembros del gobierno de turno, de las fuerzas militares, cubrimientos en los territorios, ríos de sangre, vehículos volcados, edificaciones destruidas, balas, vidrios rotos, cadáveres, discursos políticos. La abrumadora cantidad de imágenes que transmitían los noticieros televisivos, en conjunto con una insistente repetición de las mismas, mediatizó la violencia hasta tal punto que la banalizó, es decir, la vació de todo sentido. Bonilla y Tamayo (2005) afirman que “la tendencia general que [siguieron] los noticieros [fue] la de una información concentrada en las voces oficiales del Estado, sobre todo del Gobierno y la Fuerza Pública” (p. 46), dejando de lado otras vivencias que hicieron parte del conflicto y que iban desde los grupos ilegales hasta las así llamadas víctimas. Dado que la mayoría de noticieros representaron la puesta en escena que estaba a cargo de la posición gubernamental y militar —la hegemónica— se reprodujeron las dinámicas y significaciones en las que se desenvolvían. Por ejemplo, la lógica de amigo-enemigo. Sin embargo, la interpretación hegemónica, en su cabezonería, no se dio cuenta que hubo una figura que no pudo encerrar, controlar y determinar: el testimonio. ¿Por qué es preciso contar con él? ¿Por qué es necesario convocarlo? Porque al hacerlo se produce una sacudida de sentido que desestabiliza el discurso dominante. El testimonio, al igual que la poesía, son aperturas de sentido que desbordan el “yo puedo” de la soberanía, es decir, sus pretensiones omnipotentes y omniabarcadoras. Con esas aperturas —que generan extrañeza e incomodidad— el testimonio interrumpe el espectáculo que monta el discurso hegemónico: lo deja a media frase, le corta el aliento. ¿Cuáles, entonces, son los momentos de disrupción que trae consigo el testimonio? Intentaré delinearlos con la ayuda de las aproximaciones que ha hecho Derrida y la Comisión de la verdad. Para Derrida (1995), el testimonio carece de presente aunque aparente presentarse: hace acto de presencia en un presente sin presente. Nos visita en un tiempo dislocado, discontinuo. La temporalidad del testimonio tiene sus ires y venires, sus dilataciones y sus contracciones. En otras palabras, tiene su propio tiempo. Considero que ese tiempo tiene que ver con los sentidos y significaciones que están presentes en el testimonio, pero que pueden venir del pasado, referir al futuro o hablar del presente. Por ejemplo, con-vocar sentidos de tiempos inmemoriales, sentidos que están conectados con ahoras llenos de dolor, con fracturas que no se pueden reparar o con vínculos que nunca volverán. La soberanía inscribe su poder en el ahora-presente, en el aquí y ahora, porque de esa forma somete a los súbditos. Recordemos que, según Derrida, es un “yo puedo” y no un “yo pude” o “yo podré”. La soberanía debe pararse en el presente para adueñarse del pasado y “controlar” el futuro, en otras palabras, para desplegar su poderío. El testimonio viene a perturbar la comodidad de ese presente, ya que, como vimos, es una temporalidad que no tiene ruta específica; podríamos pensar que viene del pasado, pero no le haríamos justicia, pues, si bien es una memoria, en ella pueden habitar tiempos atemporales. Derrida sostiene que no es suficiente creer en lo plausible, lo convincente, lo coherente o lo aceptable, pues no requiere de ningún esfuerzo que desajuste o incomode. Por contradictorio que parezca, el único testimonio posible y creíble es el testimonio imposible e increíble. Lo anterior cobra más sentido cuando volvemos sobre los testimonios que emergieron del conflicto armado. ¿No cuesta creer que un padre tenga que recoger los restos de su hijo en un río, que no se pueda enterrar a un ser amado, que familias enteras dejen sus tierras para no morir, que un ser humano pueda salir adelante a pesar del sufrimiento, el dolor y la pérdida? La soberanía se mueve en el terreno de lo calculable y premeditado, esto es, de lo que puede controlar. Crea todo un aparataje que le permite configurar lo que puede ser posible y lo que no, las relaciones con lo otro, las formas de sentir, de habitar un espacio, de usar el lenguaje, de vivir, de morir, entre otras cosas. El testimonio rebosa este exceso de monitoreo, cálculo y programación porque acoge sentidos que se escapan al terreno de lo posible, lo convincente, lo coherente y lo aceptable; genera aperturas de significado que desarman el relato hegemónico y re-configuran la manera en la que pensamos, sentimos y nos relacionamos.
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